miércoles, 19 de enero de 2011

Rouge allure


     Seguía allí. Entraba al baño y seguía allí. No podía creerlo, después de tanto tiempo… allí permanecía.
Mi mente no podía procesar de manera racional alguna como un objeto tan insignificante podía llegar a torturarme tanto. Es por esa razón, por la que durante meses rehuí cualquier contacto con el objeto en cuestión. Cada vez que tenía que ir al baño prefería bajar al bar de Don Tomas, donde por cierto ponen los mejores pinchos  de todo Tetuán, y usar este escusado en lugar del mío propio; también aprovechaba las duchas después de una sesión de gimnasio diario para no tener que hacer uso de la mía.
Y así discurrieron dos meses de mi vida, evitando y cambiando mis rutinas de aseo diario por culpa de un maldito objeto y el pavor, tristeza o frustración que me producía su presencia. Entre tanta parafernalia surrealista Elvis observaba mi continuas idas y venidas entre urinarios ajenos y esos cuarenta metros cuadrados en los que convivíamos, solos. Lo único positivo de aquella enajenación fue el ahorro en agua y papel, lo cual hacía sentirme menos culpable por no haber reciclado en mi vida.

Con los días me olvidé totalmente de su presencia y recupere mis hábitos higiénicos e urinarios, todo sea dicho. Incluso a Elvis se le notaba más apaciguado y sosegado. El río volvía a su cauce, y mi compulsivo comportamiento volvía a su ser despreocupado y simplón.

Sin embargo, hoy mientras afeitaba el monstruo peludo que habitaba entre mi labio superior y el lugar donde la barbilla pierde sus horizontes; vi a través del espejo y entre el vapor que desprendía mi mal costumbre de abusar de agua caliente como “aquello” fijaba su rectilínea figura en mis ojos. Horrorizado salí del baño, cerré la puerta y me asegure de no haber perdido la toalla anudada bajo la superficie de mi ombligo tras aquel violento movimiento.
Elvis dio unos pasos atrás asustado por mi brusquedad y para no ser aplastado por un 44 de pie. Se subió a la mesa del salón que daba a la puerta del baño y se acomodó para ver aquel espectáculo en directo.
Permanecí un buen rato con la espalda clavada en la puerta de aquel baño y con mis temblorosas y huesudas piernas agarrotadas en el parquet.

“Joan, tienes que superarlo”, parecía decirme Elvis con su mirada altiva. Todo el poco raciocinio que había desarrollado tras 27 años parecía haber quedado en herencia de un hurón color café. Desde luego había perdido mi sentido común con aquel croché que la vida me propinó hacia ya cuatro meses, tres semanas, dos días, seis horas, siete minutos…

Una amalgama de amargos sentimientos encontrados me hacían empequeñecer frente a unos pocos centímetros de plástico oscuro con unos rebordes en dorado, una C dorada enlazada a otra invertida gemela, y un adhesivo en la base en la que se leía “Rouge allure”. Pero, sin duda alguna, lo peor era lo que en su interior contenía. Un rojo de tal viveza y colorido, que daba rubor mirarlo directamente. Era tal el olor que desprendía, dulzón y adictivo, que podría pasar todo un día oliéndolo cual mosca de la fruta un gajo de naranja.

Fue mi adicción tan grande que no tuve más remedio que alejarme de el durante aquellos días.

En ese momento, clavado frente al escusado, algo hizo darme cuenta de que había más objetos en aquellos cuarenta metros cuadrados. Estaba aquel fu, ful… flu… larfu… bueno aquella bufanda de escaso espesor y menor consistencia con motivos primaverales que dejaba cada tarde al regazo del revistero, revistas para “cosmomujeres” feministas y divinísimas (aunque nunca ostentó a tal categoría), una foto enmarcada de una niñez pecosa y de ortodoncia, un calcetín rosáceo con lo que parecían mariposas doradas de diferentes tamaños, el cual utilizaba Elvis para morder, roer y arañar. Ah! también se olvidó en el congelador el helado de yogurt de “frutos salvajes del bosque” bajo en grasas y sin gluten que solía comer en días de soberano cabreo hormonal; y el muñeco vudú de su jefe dispuesto de alfileres en puntos clave de su anatomía. Era un engorro tener al susodicho al fondo del congelador cuando querías coger los guisantes… siempre tenía que calzarme los guantes para el horno o de seguro me clavaría algunos de esos veintitantos alfileres.

No sé cuál era la extraña razón que hacía temblar, acelerar, volcar mi corazón contra el suelo, y sentir finalmente como quedaba en su salsa después de que un bailaor de flamenco mostrara todo su arte encima del mismo. No había razón humana posible.

Me habría encantado que ese dichoso plásticucho hubiera formado parte de esa caja repleta de enseres que su hermano levanto a duras penas del suelo de esta casa. Al contrario, quedó olvidado en aquella repisa junto a un after-shave. O quizá, fue porque lo atesoré en mi mano, sin percatarme siquiera, eh!; y lo puse a buen recaudo para que fuera confundido con alguno de mis cientos de artículos para el cuidado facial… Y acabó formando parte de la decoración de aquel escusado.

Cada vez que miraba ese trozo de plástico, me trasladaba a otra época, en la que olía a sabanas pegadas, canturreos matinales, humedad otoñal de paraguas, noches de ajedrez, conversaciones hipnotizantes, disputas a regañadientes, afecto espontáneo…
 Incluso podía vislumbrar a través del cerrojo de aquel baño sus ojos clavados en el espejo, concentrados en cómo extender de la forma más precisa aquel lápiz de labios. Ese lápiz… y esos jugosamente carnosos labios… que vestían de rojo a menudo y estaban vetados a cualquier tipo de aproximación para no emborronarlos.

Entonces fui consciente, más que nunca, que se había reencarnado en aquel lápiz. Se enfrascó en aquel cubículo para vestir de rojo por siempre… para mí. Si con ello quería que no la olvidara, desde luego no lo hice.


                                                                       
                                                                                                
                                                                                               La vie en rouge allure.

2 comentarios:

  1. Es curioso como la idea de pasar página no hace ningun efecto hasta que no metes en esa caja sus lápices, trapos y botecitos que nunca sabes para que sirvieron.
    Da igual que quieras olvidarla. Lo que has de hacer es guardarla.

    Touché.

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  2. El ser humano… siempre intentando pisarle el protagonismo al tiempo, amenazando con olvido; cuando somos recolectores natos.

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