domingo, 20 de febrero de 2011

El Elefante con pistola.




Amaneció una mañana de Junio con moscas rondando la comisura de su boca. Ni siquiera sabía cuánto tiempo llevaba allí. Había perdido la noción del tiempo. El Sol hervía a fuego lento sangre bajo epidermis, desprendiendo vapores de carroña muy tentadores para los buitres que rondaban ya su muerte. Sediento, tambaleante… intentaba incorporarse a pesar de la pesadez y flojera que sus rodillas mostraban. A cada paso, a cada huella que dejaba perenne en aquel desierto camino a Falfurrias pasadito Laredo, una nueva esperanza albergaba y un paso más le alejaba de su natal Naco. Sus ojos estaban deslumbrados de insolación e inundados de lágrimas. Intentaba mantener su mente despierta, para no caer en la locura que aquella angosta libertad le pedía a cambio. Cantaba la tabla de multiplicar, al son de una ranchera que rondaba por su cabeza desde hace unos días de aquel Juan Gabriel.


Por eso aún estoy en el lugar de siempre
en la misma ciudad y con la misma gente
para que tú al volver no encuentres nada extraño
y sea como ayer y nunca más dejarnos
Probablemente estoy pidiendo demasiado…
Se me olvidó otra vez que sólo yo te quise
se me olvidó otra vez...


 De vez en cuando se deleitaba dando unos giros a modo de pasos de baile. Mientras andaba con paso nada firme, de reojo observaba la silueta de su sombra, pero a veces se veía sobresaltado por la presencia de un compadre que seguía las huellas que a su paso dejaba. Alucinación, no más. Lamentaba entonces, la perdida de los se quedaron por el camino aquella noche. Aún así, albergaba la esperanza de reencontrarse con los más fuertes; la cuestión que se planteaba a cada instante es si él sería uno de ellos.


Camilo no era precisamente un chiquito bravío, hecho a la dureza de la fuerza bruta y el saber estar varonil, nada más lejos. Era más bien, un chiquillo sensible, tanto que solía ser objeto de mofa de lo homosexual, a pesar de no ser esta su condición sexual, ni muchísimo menos. Disfrutaba como el que más, de los placeres del embelesamiento que unas curvas femeninas proporcionan. Cuando no tenía esas hermosas vistas, las imaginaba o se cobijaba en el recuerdo de su tía Dalia. Esta fue la primera figura de mujer, integra, que vio. El descubrimiento de esas maravillas que el mundo brindaba le llegó a la edad de siete, en un día de primavera. Él jugaba al escondite en la casa con sus primos mayores, y pensó que el mejor de los escondrijos estaría bajo la cama de su tía, lo fue sin duda. Mientras el contenía la respiración para no ser descubierto, su Dalia entró recién llegada del trabajo vistiendo aquel uniforme de rayas apestado a grasa de freiduría. Apresurada cambió ese horrible a rayas por un vestido vaporoso que dejaba entrever sus encantos, pero en el proceso se deleito frente al espejo contemplando su desnudez morena mientras atusaba sus azabaches. Él bajo la cama, descubrió la belleza del mundo con una amplia sonrisa y un cosquilleo en el vientre se perdía bajo su ombligo.
Desde ese momento Camilo quedo prendado de las curvas de mujer, y de su Dalia. Los bajos de esa cama se convirtieron es su escondrijo secreto durante mucho tiempo, y aquel espejo en el testigo del paso del tiempo en la desnudez de Dalia y la sonrisa progresivamente velluda de Camilo.
Quizá su carecer varonil, procedía de la abundancia de féminas en su familia. El pequeño de cuatro hermanas, el sobrino de siete tías, el primo de ocho primas, el nieto de tres abuelas, y el hijo de dos madres. La presencia masculina a penas era notoria, no más que tres tíos desaparecidos, dos primos y su padre; pues sólo tenía uno, en este caso no había “-astros” de por medio. Su padre bravo y rudo por naturaleza pasaba el día fuera, trabajando, bebiendo con amigos, o rondando señoritas; siempre lejos de lecho conyugal. Se podía decir que era uno más de esos desaparecidos varones. Sin embargo, era un ser que de manera distante y fría admiraba y amaba profundamente a su mujer, su madre. Tanto era, que creía no ser merecedor que manchara el poluto mandil con su presencia ebria y su talante bravío. Siempre se mantuvo a la sombra de sus faldas, y al regazo hastío de su primera mujer.
Este caldo de cultivo hizo en él aflorar sentimientos y sensibilidades afeminadas. A cambio recibía una gran cantidad de arrumacos y muestras de cariño, que en alguna ocasión causaron un placentero robustecimiento en su entrepierna; además, le dio la posibilidad descubrir el placer de la música en los fondos de armario femeninos. Fue en el armario de su abuela paterna donde descubrió su gran amante, la trompeta.
Dalia, la trompeta y él, ya no eran extraños en aquel Méjico profundo, eran la combinación de la que el agave y Jalisco hacen del tequila una identidad con nombre propio.

“Mosquito”, así rebautizaron a Camilo sus compadres y algún antagonista, pues su delgado cuerpo, su nariz pronunciada y su vocación trompetera, hacia de él un mosquito trompetero. Este virtuoso de la trompeta de orejas gachas, consiguió proyectar una carrera desde temprana edad. Aunque la plata apretaba, y no resultaba fácil asfaltar el camino del que era merecedor. Con lo que combinó, qué remedio, jornadas de laboreo en cantinas, con instrucción musical. Sin abandonar aquellas tardes bajo aquella cama, ni disfrutar de noches de cine gringo entre compadres, ni los churros compartidos con labios pintados, ni las borracheras a birras pifiadas. Su adolescencia desenfrenadamente transcurrió y el trompetista se crecía.


Mientras sus pesados pies avanzaban levantado el polvo de esa tierra sedienta, sus lágrimas ahogaban todos esos recuerdos. Un reflejo dorado asomaba de su espalada atado a una cuerda de esparto que enrojecía con ampollas su pecho, el de aquella trompeta. Habían resultado ser inseparables en cada boleto que la vida le iba brindando.


La plata o más bien la falta de esta le llevó a Distrito Federal, Cuidad de México, en busca de un futuro mejor. Soñaba con entrar al Conservatorio Nacional de Música de Méjico, y lo hizo; el segundo era vivir de su música, vivir para tocar, no más. Era muchacho de pocos placeres, como decía su amá, pero disfrutaba de esas miguitas como si de caviar ruso se tratara. Su experiencia en cantinas le hizo encontrar un trabajo rápido para poder pagar sus estudios, incluso ganaba un sobresueldo como cantabar con un grupo. Solían reunirse todos los jueves para tocar en bares chidos de Colonia Condesa. La vida nocturna, sin embargo, le llevó también a conocer los bajos fondos de la gran ciudad y personajes singulares. Coqueteo con más que muchachitas lindas, damas blancas en algún que otro lavabo mugriento combinado con el hedor etílico de su aliento. Torció su rectitud, y su disciplina musical fue lapidada bajo la pesada losa de adicción y malos hábitos. A su delgadez intrínseca se sumaron unas cuencas hundidas y ojerosas pupilas, además de un carácter corrompido por la agresividad de los que le rondaban. Se dejaba ver a menudo por Iztapalapa con “Los Gallos”, unos tipos enfundados en tatuajes, perforaciones, alhajas siempre rellenitas de merengue y pistolas portadas cerca de los calzones.
La plata era fácil ya de conseguir y los sueños fáciles de dejar escapar.






                                                                      El Elefante con pistola - Primera parte


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