miércoles, 29 de junio de 2011

Me sudaban las manos ríos desbordados. El machete se tornaba en mantequilla afilada. Debía propinar un corte seco, contundente. Sin embargo, el tintineo de mi nerviosismo hecho pánico colapsaba mi mano izquierda en un tembleque. Nunca me había visto en una igual, nunca me había dado cuenta lo mucho que apreciaba la existencia de el más insignificante poro de mi ser.  En ese momento de dispersión mental, icé mi brazo zurdo dejándolo caer en seco contra mi mano derecha. La cercenada mano quedó enredada entre el amasijo metálico de aquel accidente aéreo, que había sumergido la avioneta dejando atrapada esta mientras se inundaba la cabina. Lo borbotones de sangre se diluían en el agua de mar. Presa del vahído de mi amputación me sumergí tratando de encontrar la salida que me llevara a flote.

Tres horas después en aquel lugar en medio del Pacífico la calma del océano seguía su curso. Aquella avioneta quedó sumergida en su totalidad.

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